Mi primer maestra fue mi madre. Me enseñó a pararme derecha, a comer con la boca cerrada sin hacer ruido, a trenzarme el cabello.
Me enseñó a guardar silencio, a pensar antes de hablar. A coser a mano y a máquina.
A escribir sin errores con la más exquisita caligrafía...
Me enseñó a actuar con calma en los momentos difíciles, a guardar respeto a los mayores y a las personas que sufren, y a no decir mentiras.
Mi madre era exigente. Mis dibujos y escritos “siempre podían estar mejor”. Marcaba mis defectos sin piedad.
Eso me obligó a mejorar. A volver a intentar, a levantarme después de caer. A desconocer el significado de la palabra “frustración ”
De ella aprendí sobre el respeto. Pero no el impuesto. El que se siente. El que surge cuando alguien nos demuestra que merece nuestra admiración.
Ella hizo que yo tuviera un referente. Una meta y un rumbo. Que mi meta fuera construir una familia como la que ella hizo con nosotros, ella fue hasta el último de sus días, la columna vertebral que nos unía.
Un rumbo, porque nunca me impidió expresarme. Leyó con paciencia china miles de cuentos y poesías y criticó mis bocetos y dibujos.
Dejó que yo me equivocara, aunque me advirtió que iba a hacerlo, y también que aprendiera del error y asumiera consecuencias.
Por eso mi madre me lo enseñó todo. Por eso gracias a ella pude pararme frente a veinte pares de ojos todas las mañanas y darles lo mejor de mí.
Fui alumna de una persona excepcional, de mirada profunda.
Gracias viejita….
Te amo
Feliz día